domingo, 9 de noviembre de 2008

Zen


Ya sonó el despertador, rompiendo el silencio con su industrializado pitido, tan calladamente que me parece el cantar de una rapaz de latón que se abalanza contra mí para arrancarme las sábanas. No hace mal día. Arrastrando los pies me dirijo a la ducha y, bajo el ardiente chorro de espuma, los minutos se vuelven horas, yo me vuelvo agua y el agua fuego. Tiemblo al salir. Toca vivir otro día de autobús, zapatos y rutina, tan repetitivo y tan intrigante. El otoño se asoma tímida al balcón mientras que al verano le cuesta abandonar su trono. Le agarramos con demasiada fuerza. Legañas y ojeras me saludan por la calle, y yo intento aislarme del brutal ruido de los motores, que ahogan mi tímpano con su humo asimétrico.

A la vez que un electrón colisiona con un núcleo mi bolígrafo se agota, y viendo el surco seco dejado sobre el folio le envío un pensamiento al árbol de donde salió. La danza de Shiva no se detiene y yo continúo igual, impermanente. Estando con mis amigos las risas llueven sobre el tejado. Quedaremos esta noche, tranquilos, daremos una vuelta y el cielo se pondrá del revés. Por fin, logro escapar atropelladamente de las ecuaciones, con ganas de comerme el mundo y un buen filete. Me fijo en el paisaje, los edificios dejan de ser edificios y el río deja de ser un río. Y como los contrarios se complementan me trago un polvorón para apagar mi sed a la par que me abrigo bien para dejar de tener calor. A lo mejor así me pongo moreno de una vez.

En mi casa tengo uno de los pocos momentos de relajación que puedo disfrutar. Agarro la guitarra y la aporreo un poco. Rasgo las cuerdas sin fuerza, mis manos se dirigen solas, espontáneas, sin pedir permiso a nadie, hasta que me fundo con la sugerente forma de esa inmóvil oscilación. Todo vibra y ya no me encuentro. Perdido por el Tao de las eras milenarias, otro que fluye sin fluir, de los que bailan con tambores. Llega la hora y toca avanzar. Ya me dejaré llevar otro día. Otro día.

Alguna vez se me ha ocurrido pensar que somos una broma, personajes de videojuego, el sueño de Brahmán, sombras en una caverna... Todo tan misterioso y tan familiar que el que crea comprenderlo sin duda está en un error. En esta rueda de creación y destrucción nada es lo que parece, y todo parece ser tal y como es.

Paseando, observo con ella el atardecer, cómo la piedra se vuelve incandescente y el horizonte sangre. Su abrazo cálido me hace darme cuenta que sigo aquí, que nada ha cambiado, que nada es igual. Los cuatro elementos son insuficientes para llenarnos. Los edificios vuelven a ser edificios y el río vuelve a ser un río. La cojo de la mano y siento sus arterias palpitar. En sus ojos está toda la magia del mundo, condensada preciosamente. Mientras la beso otro ciclo se ha cerrado para dejar sitio al siguiente, en un fluir constante y cambiante, como el viento, como el mar.

El despertador vuelve a sonar.

Desvaríos


No os escandalicéis, no me miréis raro. Pestañead, como pestañea normalmente la gente, como pestañea el mundo, día y noche en una décima de segundo. Hoy he visto a la muerte en cada uno de nosotros. Somos pequeños sacos de órganos cubiertos de piel muerta. Esto no lo digo yo, lo dicen los señores de bata, con sus serruchos y sus pinchos esterilizados, mientras lanzan desgarrados miembros por la ventana como pájaros desorientados.
Sin embargo, no es tétrico. Esa visión me ha parecido maravillosa, reveladora. La muerte se presenta en cada chasquido, todo degenera, pero en cada paso algo nuevo nace. Equilibrio. Equilibrio que todos necesitamos de vez en cuando. La fugacidad de la vida, la evolución del universo. Entropía. Visionando la muerte somos más conscientes de la vida. Es el satori, el escalofrío, la iluminación que recorría al samurai cuando ya no tenía nada que perder, inundándose de vida.
Veo los anuncios de cremas rejuvenecedoras, y sólo veo apego, apego a una belleza destinada a morir. Todos tendremos arrugas, nuestra piel colgará flácida. Aceptadlo. Sin embargo lo fugaz es más bello que lo eterno, precisamente por lo breve que es, gana por intenso.
Pero no queremos eso, queremos que lo bueno dure para siempre, pobres ilusos. Nos aferramos al tronco de la orilla en vez de aceptar nuestro destino y lanzarnos a la corriente. Cada instante nos baña un río nuevo, nuevas experiencias, que dejamos pasar por extrañas. No, no, no. Nos engañamos. Somos felices así, el cambio asusta.
Hoy me he empezado a soltar, quiero acompañar a los nuevos brotes de los árboles en su viajar hacia el otoño. Ese otoño que ya llevan impresos en sus jóvenes células, ese amarillo, marrón, esa putrefacción que los llevará de nuevo a la tierra, de donde salieron. Es el ciclo, es la rueda del karma, que no deja de girar, esa fuerza que impulsa el fluir del espacio-tiempo. Ese es el ciclo, y yo, como todos estoy dentro, girando, dando vueltas por recorridos distintos a cada vez. Es hora de estirar las piernas un poco ¿Os unís?
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